Por Víctor Corcoba Herrero
Cada día es un incesante volver a empezar. Hay que rehacerse y renacerse. Todo es ponerse en camino y caminar. Necesitamos dar respuesta a nuestros andares, ser solidarios y generosos, alentarnos y alimentarnos los unos a los otros, aprender a reprendernos, bucear por nuestra propia biografía que ha de respetar el orden natural del ser, que es donde habita lo armónico de la historia y es nuestra suprema aspiración. Lo importante es allanar sendas y abrazar horizontes celestes, para llevar al mundo la luz y el calor de los labios del alma. A propósito, me viene a la memoria el camino de las jornadas mundiales de la juventud, aquella inolvidable fecha del 15 de abril de 1984, con la clausura del Jubileo de los jóvenes en Roma con motivo del Año santo de la Redención, en la que el Papa entrega la Cruz a los seres en formación. Desde luego, en todas las etapas de la vida hemos de estar en disposición, también en guardia, para dar fundamento a nuestro paso por la tierra.
Lo sustancial está en no desfallecer, en saber mirar y ver la señal de cada día, en no renunciar a los sueños grandes para abrazar la belleza existencial; y, por ello, se ha de pensar más en donarse y hacer el bien, que en recluirse y en sentirse seguro. Cuidado con permanecer en el estado de la confusión. Despertar a tiempo es un sensato modo de vivir. No se trata de ir tirando, sino de levantarse cada aurora con la ilusión de encontrar la alegría y la fuerza necesaria del estímulo, para poder entonar otras leyendas menos viciosas y más versátiles. Aquello realmente valioso, radica en conocerse y en reconocerse, a través de la poética del amor de amar amor. En consecuencia, es primordial conjugar la proclama de los vínculos, negarse a ser piedra y retomar el pulso del corazón en cada instante. Habremos descubierto, entonces, el significado de resurgir de las cenizas. Al fin y al cabo, la cuestión está en ubicarse, en partir sin demora hacia uno mismo y hacia los demás, por los océanos de la libertad.
Para desgracia nuestra, tenemos que reconocer que nos batimos muchas veces en los aspavientos de la necedad, cuando lo trascendente está en unirse en la búsqueda del rencuentro, a través de un itinerario místico, donde para nada se consideran los caudales ni el poder, sino que la cruz domina la historia de reconstrucción, toda vez que el mundo se transfigure por la sabiduría y el amor eterno. Llegado a este extremo, pienso en tantas situaciones negativas vividas, lo que nos lleva a permanecer en el abismo de la angustia y la ansiedad. De ahí, la importancia de no perder el empuje de la esperanza, de luchar por cambiar el mundo, aunque ya estemos en la era del horno global y en el periodo de las máximas injusticias sembradas. A pesar de los pesares, seguro que podemos tomar un nuevo respiro en comunión y en comunidad. No hay que tener miedo a combatir nada. Proteger y restaurar es la misión.
El cometido se hace savia y nos enraíza en mil historias, que nos van renovando por dentro y por fuera, para que podamos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio. Sin duda, todo esto hemos de forjarlo con el tesoro de la juventud, pero también abrigados por la cátedra de la supervivencia. En cualquier caso, con el atardecer de los pasos, todo se confluye en hallar motivaciones heroicas, para continuar con la valentía de deshacer nudos y de componer razones, para con serenidad entrar recónditamente; que es lo que, en su contexto, nos hace estar atentos para sentirnos compasivos. Si el legado de Mandela, en otro tiempo, ha servido para iluminar como modelo los derechos de los presos del siglo XXI; también la historia del camino de las Jornadas Mundiales de la Juventud, deben servir como sol para cualquier andar por la tierra.
El discernimiento es la historia más edénica de los momentos hermosos y de los instantes oscuros, de las desolaciones y de los consuelos, que experimentamos a lo largo de nuestro relato vivencial. Cada día, desde luego, es un nuevo interrogarse, recrearse y crecerse. Quizás necesitemos la sabiduría indígena para hacer frente al aluvión de crisis planetarias, posiblemente precisemos además una revolución espiritual, comprensiva y tierna, para hacer hogar; pero, lo más urgente, es liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad impuesta y del demonio de la guerra. Será nuestra mejor huella, lo que nos exige entrar en el creciente lumínico reconciliador, cuestión que supone la renuncia a la propia superioridad y la aceptación de responder con amor al odio, volviendo el rostro hacia quienes nos desprecian como caminantes, para proclamar la vital tonada del ser que somos, haciendo enternecedor y eterno el linaje del pulso y la pausa de su pureza, hasta infundir lo divino con lo humano e inducir lo celeste en lo terrenal.