Por: Manuel Ajenjo
“La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida —escribió Octavio Paz en El Laberinto de la soledad. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la de vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque ‘la vida nos ha curado de espantos’ (…)
Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte.
Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de china, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia.
Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? Y cada vez que nos la preguntamos, nos escogemos de hombros: qué me importa la muerte, si no me importa la vida”.
La primera edición del Laberinto de la Soledad data de 1950, sin embargo lo que usted recién leyó bien pudo escribirse en la actualidad. Otro observador y cronista de la vida mexicana, el ubicuo Carlos Monsiváis (1938-2010), ha cuestionado lo escrito por el poeta de Mixcoac, al afirmar que el mexicano tiene miedo a la muerte tanto como cualquier otro. Dijo Monsi: “El libro culminante de la mitología del mexicano es “El Laberinto de la Soledad”, de Octavio Paz. En él, con su prosa magnífica, Paz codifica lo que será la visión del turismo interno y externo”.
En el libro de Claudia Gidi, La Muerte y Risa en la Literatura, editado por Ficticia Editorial de la Universidad veracruzana, la autora nos brinda un testimonio sobre el tema escrito en 1878 por el ilustre don Guillermo Prieto (1818-1897) “Recuerdo el clamor lóbrego que anunciaba desde el toque del alba el día consagrado a los recuerdo de la muerte (…) En muchas casas se encendían lámparas, velas, cirios como para revivir en la intimidad del hogar los más vivos recuerdos de las personas amadas (…) Para el pópulo era un día de verdadero dolor y gozo. Llorar al muerto, enterrar el hueso, comprar la fruta, disponer la ofrenda, pasear la plaza, estos eran muchos placeres y muchas seducciones para un día de lágrimas”.
Para reafirmar lo escrito por nuestro Premio Nobel de Literatura, bastaría con remontarse al repertorio del compositor mexicano por antonomasia: José Alfredo Jiménez: ‘Si me encuentro por ahí con la muerte a lo macho me harían un favor”. ‘No vale nada la vida’. ‘Que quiso mucho a Gilberto y dio muerte a don Julián’.’ Vaga solito en al mundo y va deseando la muerte’. ‘Sabiendo que nacimos para morir iguales’. ‘Lo fui a matar en sus brazos, sabía que ahí se encontraba’. ‘Que se me acabe la vida frente a una copa de vino’. ‘Cuando sonaron dos tiros y un hombre sin vida al barranco cayó’. ‘Ni con la muerte me quitan tu querer’. ‘Voy a contarles la historia de una mujer que murió. Quiso adorar a dos hombres y la vida le costó’. ‘Yo no sé matar, pero voy a aprender’. ‘Voy a morirme solo, sin molestar a nadie’.
Así nada más, con el auxilio del cancionero Picot que guardo en mi memoria y nostalgia, salieron 12 canciones relativas a la muerte compuestas por el más grande de nuestro folklore. Habría que agregar las de los demás compositores y, ya no digamos, nuestros refranes: ‘Sólo el que carga el cajón sabe lo que pesa el muerto’.