Por Víctor Corcoba Herrero
Nada se entiende sin amor, será el modo de abrazar la paz y de resplandecer armónicamente de manera auténtica, cuestión más que requerida en estos tiempos de confusión y simulación permanente. Parece que nos hubiésemos globalizado para martirizarnos entre sí, en lugar de hermanarnos, de engrandecernos como familia y generar moradas con un símbolo de esperanza. Necesitamos acrecentar nuestra propia continuidad como linaje, reconstruyéndonos juntos en la edificación de un mundo mejor que pueda ofrecer el porvenir que deseamos. Hoy en día, la urgencia de que todos los países se unan, para cumplir la promesa de las Naciones Unidas, nunca ha sido mayor.
Está visto que tenemos que modificar nuestra forma de vida, de vivir y de relacionarnos, con abecedarios más comprensivos y con honestas actitudes que van más allá de las barreras geográficas territoriales, del lugar donde se habite o se haya nacido, o de nuestros propios intereses económicos y políticos, que suelen aplicar la consigna del “divide y dominarás”. ¡La confusión es tan grande como la falsedad sembrada! Todo se cuestiona, pero a favor del poder y de sus privilegiados. No hay un auténtico proyecto de amor colectivo; y, así, la sociedad se retrotrae, reduciéndose a la prepotencia del más fuerte en un estado salvaje.
El amor de amar amor, debe espigar de nuevo en todos los órganos. ¡Dejemos de ser piedras en camino! Cuidar lo que nos rodea y acompaña es vigilarnos a nosotros mismos. Estimar la cultura del querer a pecho descubierto concurre en despojarse de uno mismo y en retener los vínculos de estirpe. La humanidad tiene su sustento en el calor de la ternura y sus pasos en la efusión del lazo de los diversos latidos, que se afanan y desvelan en hacer hogar y en rehacerse con la quietud de una mirada que acaricia y no envenena. Hay que descontaminarse. Quizás nos sea saludable, dejar de violar los derechos humanos, que han de ser iguales para todos.
Nuestro memorándum común está ahí, innato en nosotros, llamándonos a ese soplo cooperante y de concordia, a través de un multilateralismo inclusivo, interconectado y eficaz, para responder mejor y ofrecer resultados esperanzadores a las personas y al planeta. Ciertamente el futuro es nuestro y todo se cura con el impulso del amor y con el ejercicio de amar. Bajo este hálito tenemos que movernos, acudir a reencontrarnos para subsanar las deficiencias de la gobernanza global, reafirmándonos en sentar las bases de una cooperación mundial, nutridos por lenguajes del alma y colmados por la verdad de sus obras. ¡Fuera engaños!
De entrada, tenemos que comenzar por activar los horizontes comunes, porque en toda contienda lo que aparece en ruina es el mismo proyecto de comunión fraterna, inscrito en las entrañas existenciales de la vida y en la vocación del tronco humano, lo que nos exige otra pedagogía más de amor que de armas. Nos toca cimentar fusionados la ecuanimidad y el sueño de la conciliación. No podemos distanciarnos, ni excluirnos, de cultivar el poema perfecto de la creación, que es de todos y de nadie en particular. Jamás puede haber cisma entre el ciudadano y la comunidad ciudadana. Por sí mismo, mal que nos pese, nada somos. ¡En el amor está el agua que lo clarifica!
Vuelva a nosotros, pues, esa atmósfera que diariamente a todos nos alienta y alimenta. ¡Andamos presos de la mentira! Es nuestra responsabilidad cultivar otros lenguajes más del espíritu que del cuerpo. La Carta de las Naciones Unidas, que entró en vigor hace ya muchos años, nos marca el camino para curar las parcelaciones, reparar las relaciones y caminar como poetas en guardia, sorprendidos por la mística pictórica que nos enlaza entre sí. No destruyamos las raíces que nos enraízan con el edén, extendamos los brazos para abrazarnos y no dejar a nadie atrás. Unidas las naciones como Naciones Unidas, el porvenir se llena de ilusión. ¡Practiquemos el corazón!