Por: Víctor Corcoba Herrero
Tengo debilidad por esa gente joven que se estimula con la esperanza, que trabaja sus propias habilidades para ponerlas al servicio de la sociedad, con el sueño de construir un mundo próspero y sostenible para todos. Por eso, hay que escucharlos. Esperan respuestas que no sean superficiales, replicas que les hagan reflexionar, deseosos de satisfacer sus propios anhelos, ante el descubrimiento del proyecto de vida que les ha tocado enhebrar, acorde con ese espíritu armónico natural que la propia humanidad en su conjunto ambiciona. Por consiguiente, quien vive hoy la etapa juvenil debe hacerse fuerte, para poder afrontar muchos problemas derivados de la falta de trabajo, de la ausencia de referentes e ideales ciertos y de perspectivas concretas para el futuro. En ocasiones, se puede tener la sensación de impotencia frente a las crisis y a las desorientaciones actuales. Desde luego, el mañana está en las manos de aquellas personas que no cesan en su empeño de buscar y encontrar razones para la subsistencia, siguiendo cauces de formación personal y de estudio, para servir con profesionalidad y espíritu solidario al bien colectivo, que es lo que nos reconduce a metas altas, que colman de alegría y plenitud la existencia. Son, precisamente, las nuevas generaciones las que tienen que romper con este enfermizo individualismo.
Ciertamente, el planeta se enfrenta hoy a multitud de desafíos, muchos de los cuales afectan a las generaciones jóvenes. Para empezar, el aluvión de conflictos suele perturbar la educación y la estabilidad que, junto a un entorno en las redes polarizado, favorece la desolación y el cansancio, con la consabida pasividad. A esto tenemos que añadir, además, la persistente desigualdad económica que restringe las oportunidades como jamás. Estas bochornosas situaciones, es cierto que no sólo amenazan el porvenir de los jóvenes, sino asimismo la estabilidad general de las sociedades; lo que requiere sumar esfuerzos, al menos para el uso de los recursos de la tierra, la justa distribución de los bienes y el control de los mecanismos financieros, la solidaridad con los pueblos desfavorecidos y la lucha contra el hambre en el mundo; así como la promoción de la dignidad del trabajo decente, el servicio a la cultura de la vida, la reconstrucción de la concordia, el diálogo sincero y el buen uso de las nuevas tecnologías. Por ende, urge también cultivar el corazón, sobre todo para no hallarse perdido, o con la sensación de impotencia, frente a las diversas crisis y a las desorientaciones actuales. Nunca es tarde para tomar otro rumbo, para reencontrarse, olvidar el momento de extravío y parálisis.
En consecuencia, clarifiquemos espacios, pongámonos en la buena orientación, unámonos para dar reconocimiento a los jóvenes como agentes catalizadores del cambio. El aprendizaje de buena calidad, las estancias en prácticas bien diseñadas y las iniciativas de voluntariado pueden servir de puerta de entrada al mercado laboral, sobre todo para esas generaciones que buscan trabajo por primera vez. Sea como fuere, a medida que los principiantes exigen cada vez más oportunidades y soluciones más justas, equitativas y progresivas en sus ámbitos, la necesidad de abordar los desafíos multifacéticos a los que se enfrentan, como el acceso a la educación, la salud, el empleo y la igualdad de género, se ha vuelto más apremiante que nunca. Sólo de este modo, reconociendo los caminos recorridos, seremos artesanos de un porvenir, sabiendo que la lozanía es la ilusión suprema de la transformación, lo que nos exige un descernimiento orientado hacia lo auténtico, máxime en un orbe cuajado de noticias falsas. Indudablemente, los jóvenes no pueden ser instrumentalizados para realizar ideas que ya han decidido otros o que no responden realmente a sus necesidades, hay que confiarles compromisos, implicarlos en el diálogo, en la categorización de acciones y en las participativas decisiones.