ANTE EL CONTAGIO DE LOS INÚTILES ENFRENTAMIENTOS

Por Víctor Corcoba Herrero

La guerra entre nosotros es una enfermedad a la que hay que poner sanación. No tiene sentido caminar solos, cuando nos mueve el mismo andar y nos conmueve idéntico horizonte. Está bien conciliar aires y reconciliar navegaciones, para sumar remos y abrazar historias que nos fraternicen. Para desgracia nuestra, en diversos territorios resurgen pugnas y viejas divisiones que se creían en parte superadas. En consecuencia, reconozco que es más necesario que nunca, modificar comportamientos y actitudes, ponerse de servicio y trabajar la concordia como abecedario de luz. Seguramente, también los consejos de seguridad, deban redoblar sus esfuerzos para achicar las violaciones colectivas, la esclavitud sexual y otras formas de terror, utilizadas como táctica de ataque, para someter y desplazar a las poblaciones. Abandonemos las luchas y protejamos la autosatisfacción de uno mismo, será un buen propósito.

Necesitamos vernos, seguramente de otro modo y manera, conocernos y reconocernos más auténticos y transparentes, para aminorar las tensiones y cualquier amenaza que nos torture. Está visto que cuanto más dure este ambiente desolador y enfermizo, más se enraizará en la especie el veneno y las repercusiones serán impredecibles. Sin duda, hay que llamar al orden con la ayuda humanitaria, que es lo que realmente aglutina simpatías y no antipatías, convencerse de que tampoco tenemos que dejarnos vencer por la maldad, tomar la visión solidaria sobre la salud humana y planetaria, sabiendo que, frente a la multitud de crisis, nos queda el diálogo sincero y escucharnos más, no como un mero objeto productivo, sino como un ser en donación colectiva, de participación y de no resignarse, aunque para ello tengamos que enfrentarnos personalmente.

En efecto, somos gente de acción, pero no podemos trabajar bajo el cañón de la desconfianza, requerimos el saneamiento de nuestros interiores, no para hacer un espectáculo, sino simplemente para desterrar de nosotros el orbe del sufrimiento, que está ahí en cualquier esquina del camino. Tampoco podemos cerrar el oído al grito de tantos seres indefensos que resisten absurdas batallas, que suelen comenzar en nuestras propias familias, soportando el maltrato de una atmósfera social, empedrada por el odio y la venganza. Indudablemente, la globalización está provocando un insistente desvelo de paralelismo, que va a inducir hacia multitud de oposiciones. Es cierto que nuestras mentes se mundializan, pero nuestros corazones no se unen a otros; que es lo que en realidad, nos hace entendernos y atendernos, como ciudadanos de bondades y virtudes.
Desde luego, el único medio de evitar este tipo de situaciones bochornosas pasa por favorecer el encuentro y por establecer un final para el combate. En cualquier conflicto, para acabar con él, es necesario mirarse a los ojos, practicar el corazón y sentir que el amor conjuga los latidos. Al fin y al cabo, todo se defiende con la razón y no con las armas. Sin ir más lejos, ahí tenemos la guerra de Ucrania, que amenaza con desencadenar una carrera armamentística mundial. Cuanto más dure esta ofensiva, serán más peligrosas sus secuelas, incluida la posibilidad de un conflicto más amplio, lo que nos demanda un cambio en el obrar, que no se sustente en la fuerza, sino que sea fruto de la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias de las perversidades que nos desfiguran totalmente. Sin duda, otro mundo es posible cuando dos se entregan y hacen hogar.

Sea como fuere, la toxina de los contagios inhumanos nos viene deshumanizando, desde hace bastante tiempo; hasta el extremo, que nos hace falta volver a reencontrar el camino de lo armónico. Es una cuestión crucial. Los malditos intereses mundanos lo subordinan todo a su capricho; al deseo de los poderosos, mientras la desigualdad está cada día más incrustada en la arquitectura financiera internacional, lo que acrecienta este círculo vicioso, verdaderamente desolador en su propagación. Tanto es así, que el germen no puede ser más virulento. Sólo hay que ver que la mitad de la humanidad vive en países que se ven obligados a padecer el virus más tormentoso, pues se sienten forzados a gastar más en el servicio de su deuda que en salud y educación, lo que significa nada menos que un desastre para el desarrollo. Ojalá aprendamos a reprendernos en el curso de la vida, con la pujanza del espíritu y la toma de conciencia en valores. Toca, pues, ¡despertar!

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