Por Pedro Arturo Aguirre
A unos días de inaugurarse los juegos olímpicos en París, Francia es un país política y económicamente a la deriva. En las pasadas elecciones parlamentarias la coalición de izquierda Nuevo Frente Popular (NFP) logró una victoria inusitada, pero también insuficiente para poder nombrar por sí misma al próximo gobierno del país.
La Asamblea Nacional ha quedado dividida en tres bloques: la extrema derecha de Agrupamiento Nacional, el centro macronista y el NFP.
Sin embargo, a pesar del mérito de la izquierda al haber armado en tiempo récord una alianza plural capaz de mantener la disciplina y moverse con rapidez tras la sorpresiva convocatoria de Macron a comicios anticipados, la coalición de izquierda no fue capaz de dar el paso quizá más importante: nominar a quién sería su propuesta para primer ministro, síntoma evidente de falta de confianza en ellos y de sus insuperables divisiones internas.
Dos son los principales integrantes del NFP. La Francia Insumisa (LFI), el partido encabezado por el izquierdista radical Jean Luc Melenchon, y El Partido Socialista, el de Mitterrand, otrora poderosa organización la cual lleva ya varios años de irrelevancia, pero ahora gracias a la coalición de izquierda logró ampliar significativamente su presencia parlamentaria.
Durante los últimos años los diputados de LFI han tenido una presencia estridente pero poco productiva en la Asamblea. Mélenchon es carismático pero muy controvertido, egocéntrico y aficionado a recurrir a arcaicos excesos retóricos. Jamás podría llegar al puesto de primer ministro al estar vetado tanto por sus adversarios como por la mayoría de sus socios. Eso sí, exige a Macron nombrar incondicionalmente a un primer ministro comprometido a implementar la totalidad del programa del NFP.
Por eso propuso para la jefatura del gobierno a la presidenta de la isla de la Reunión (territorio francés en el Océano Índico) Huguette Bello, ligada a los comunistas. La idea fue casi de inmediato rechazada por los socialistas, lo cual llevó a la exacerbación de las tensiones dentro del NFP. El lunes pasado La Francia Insumisa anunció la suspensión de diálogo con los socialistas para consensuar un candidato común a primer ministro.
En el fondo de estas disputas existe una realidad estratégica política de fondo. Para los socialistas es una obvia pérdida de tiempo plantear una candidatura incapaz de obtener una mayoría en la Asamblea.
Piensan mejor en alguien preparado para lograr un consenso como podría ser Olivier Faure (primer secretario del Partido Socialista), Raphaël Glucksmann (líder del innovador grupo socialdemócrata Plaza Pública) e incluso el políticamente resucitado expresidente François Hollande.
Todo esto favorece a Macron, quien sueña con formar una coalición “arcoíris” con los sectores moderados de los bloques de izquierda y derecha. Sin embargo, desde el inicio de la V República la clase política francesa ha perdido la cultura de formar coaliciones de gobierno.
Necesita reaprender el arte de hacer concesiones, porque de no haberlas podría sobrevenir un caos y ello sería un regalo para la extrema derecha rumbo a las elecciones presidenciales de 2027. Otra opción para Macron sería nombrar un gobierno tecnócrata con ministros sin ninguna filiación política particular para manejar los asuntos administrativos cotidianos, como ha sucedido con alguna frecuencia en Italia.
Pero Francia no tiene experiencia con este tipo de gobiernos y tanto la extrema derecha RN como La Francia Insumisa podrían denunciar a cualquier solución provisional como un complot de las élites políticas para privarlos del poder.
La Constitución francesa no impone una fecha límite para el nombramiento de un nuevo primer ministro después de las elecciones legislativas. No obstante, la primera sesión de la Asamblea Nacional está prevista para el 18 de julio y si no hay un acuerdo para nombrar a un nuevo primer ministro el país podría enfrentarse a un bloqueo institucional y una parálisis política.
Macron no podría disolver la Asamblea Nacional hasta el próximo verano, lo que excluiría la posibilidad de nuevas elecciones parlamentarias en el corto plazo. En un caso extremo, el jefe de Estado incluso podría verse obligado a dimitir. Ante todo, el peligro de ingobernabilidad supone una amenaza para el orden público y el desempeño económico, ambos demasiado frágiles en la Francia contemporánea.