Por Víctor Corcoba Herrero
El manantial viviente radica en el corazón. También, la paz consigo mismo, no llega únicamente por la ausencia de conflictos; y más cuando nos movemos en relación unos con otros, lo que nos exige por principio ser comprensivos y clementes, aceptar las diferencias sin intentar convencer a nadie; pues todos hemos de ser libres, para que tanto el cuerpo como el espíritu, puedan vivir en buena armonía. Desde luego, si no tenemos ese equilibrio natural, difícilmente vamos a tener la capacidad de oírnos y de apreciar a los demás, lo que dificulta enormemente la convivencia, así como la realidad de vivir unidos y en concordia; un proceso necesario para el avance humanitario y la consolidación de un desarrollo digno. Al parecer, la dignidad de la vida humana de la que tanto hablamos y de la que poco obramos en consideración, continua sin estar en acción, que es lo que realmente nos hace evolucionar hacia la honradez.
Es indudable, que no habrá sosiego, si no se estima fielmente el orden nativo y el vínculo que nos hace linaje en lo más puro de la luz. Por consiguiente, fuera agentes contaminantes, que todo lo corrompen con falsedades y desprecios; introduzcámonos en el auténtico diálogo, sustentado en sólidas leyes morales, que es lo que facilita el entenderse y acercarse. Sea como fuere, si en verdad queremos propiciar sociedades tranquilas, ecuánimes e inclusivas que estén libres del sobresalto y la violencia, tenemos que comenzar por querernos a nosotros mismos, al menos para poder frenar todos las inmoralidades que nos deshumanizan por completo. La inhumanidad ha comenzado desde el instante que cultivamos la indiferencia entre nosotros, que nos convierte en verdaderos monstruos, sin la esencia de caminante ni tampoco conciencia de poeta.
Indudablemente, el hermanamiento entre análogos no llegará hasta que notemos en nuestro interior el primer efecto del amor, que no es otro que el afecto de veneración hacia quien se ama. Por desgracia, hoy muchas gentes tienen más necesidad de atención que de alimentos. De ahí, el empeño en preservar a las generaciones venideras del flagelo del mayor abismo, el del rechazo. Nuestra gran asignatura pendiente, puede que sea ese abandono entre semejantes, cuando sabemos que el fervor por los otros concurre en la primera condición para hermanarse, en el interés del bien colectivo para saber vivir con la dimensión de los valores. Está visto que necesitamos desarmarnos para poetizarnos el alma, con arsenales que activen el culto al abrazo y el cultivo de la palabra, que es lo que de veras nos aproxima entre sí.
Efectivamente, echando una visual al mapa del globo terráqueo, es público y notorio a nivel universal que las diversas crisis humanitarias y el aluvión de contiendas, sean cada vez más complejas y con mayores secuelas. Tenemos que evitar, en consecuencia, que las disputas concluyan en guerra. Quizás tengamos que comenzar por aceptarnos a nosotros mismos, por comprender y respetar el valor de la diversidad. De lo contrario, continuaremos rechazados, enfermedad que nos divide en base a un gobierno fanático, sobre la actitud de bloques dominantes e imperialismos militares o políticos. Todo esto, nos resta lazos y acogidas entre los pueblos, que debieran reunirse sobre el respeto de la honestidad y no sobre una supremacía irrespetuosa en un clima de desconfianza total. Mal estado para la mente, es esta situación.
Sin embargo, esto suele suceder, cuando los que nos gobiernan pervierten la decencia, también los gobernados suelen inutilizar la tolerancia; envolviéndonos todos en un clima de bochorno del que germinan las mayores injusticias. La sanación de esta atmósfera no es nada fácil. Ciertamente ha de comenzar por la cooperación internacional que debe realizarse en el marco de un soplo de franqueza, de servicio desinteresado, estimulando el buen quehacer y estimando las peculiaridades culturales de cada población, evitando todo cuanto pudiera parecer búsqueda de dictadura o forma sutil de colonialismo. El espíritu de rivalidad no entra, pues, en un marco respetuoso. Además, destronemos la conflictividad y desterremos la competitividad. Al fin y al cabo, todos nos requerimos en convivencia. Lo que se requiere es alegría mutua, mesura en todo camino y cerciorarse de que regresaremos a ser tronco, tras asegurarnos la verdad en el árbol viviente. Este es el verdadero sueño para poder cohabitar fraternizados.