Por Víctor Corcoba Herrero
El mejor partido existencial es el que uno juega consigo mismo. Todos deseamos la paz, pero apenas trabajamos la justicia para defender la vida, ni tampoco abrazamos lo armónico que germina de lo auténtico y se desarrolla con un ánimo autónomo, despojado de intereses mundanos. Sin duda, el cambio tiene que producirse desde el propio ser de cada cual. Hemos de salir de este caos de enormes desigualdades e injusticias, para entrar en concordia con todo lo que nos rodea, despojados del virus egoísta, que todo lo enferma de inútiles batallas. Es un deber de toda la comunidad humana, por consiguiente, huir de comportamientos contaminados por el vasallaje. El respeto es esencial, ya no solo para movernos y cohabitar, también para entrar en relación y poder convivir.
Hay que tomar el pulso al mundo. Es evidente que la sociedad actual no hallará una solución al problema si no revisa seriamente sus modos y maneras de latir, el valor estético de la creación, el contacto con sus semejantes, la comunión de pulsos y latidos en pro de un mundo más pacífico. Sabemos que juntos podemos contribuir a hacer un planeta más de todos y de nadie en particular. El futuro nos pertenece y ha de ser más ecológico, equitativo, justo y seguro. Desfallecer en este objetivo es comenzar a morir en cada aurora. El odio no es una opción. Hoy más que nunca hace falta poner fin a todas las contiendas, incluida la guerra contra la naturaleza, con sus malvados efectos en las diversas crisis que representan el cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad.
Ante esta compleja situación, quizás el mejor propósito sea llenar nuestras miradas con espacios de luz y sosiego, para no caer en la desolación. Los espacios terrícolas, con sus moradores en humanitarios vínculos, tienen que dejar de enfrentarse y han de marchar hacia la quietud posible y deseable. La historia es nuestra, y a poco que hagamos un repaso por ella, percibiremos que el ruido de las contiendas nos ha dominado. Considero, pues, que ha llegado el momento de injertarnos en las entretelas una tregua ilimitada, de activar los gestos sistémicos, comenzando por abordar el hambre que viola de manera flagrante los derechos humanos. Desde luego, si nos consta que todos perdemos en una corporación en la que cohabita la desconfianza, la intolerancia y el rencor, lo justo es combatir unidos, corazón a corazón esta tremenda catástrofe.
Indudablemente, el tema de lo integral como valor que nos hermana, nos exige lealtad de miras y conciencia responsable consigo mismo. Necesitamos, en consecuencia, que esta interrelación se motive con imperativos éticos. En este sentido, el camino de la solidaridad y del diálogo, cuando menos para aminorar tensiones y poder avanzar hacia otros horizontes más cooperantes, es fundamental para que progrese el soplo fraterno, procurando asegurar la asistencia, con la convicción de que el verdadero amor es el único motor que puede hacer un mundo más habitable para todos. Quizás antes tengamos que escuchar el grito de esas gentes martirizadas, para poder despertar a la plena correspondencia entre nosotros, bajo el lenguaje de la conciliación reconciliada.
Lo que no concuerda es la falsedad. Estamos necesitados del resplandor de la verdad, de hacer la paz en las pequeñas cosas de cada día, con espíritu renovado y con la fortaleza necesaria para poner fin a ese legado destructivo de armas que nos enturbian los caminos, con una prohibición jurídicamente vinculante de los ensayos nucleares y con el impulso de otros modelos de prevención como la diplomacia preventiva, que aborde todas las formas de violencia. Puede que tengamos que reforzar, además, las operaciones solidarias y abordar la imposición del acuerdo, mediante el cultivo de la palabra, del arte o de la ciencia. Lo importante es no desfallecer en el acercamiento, libre de todo aislamiento, porque el esfuerzo por juntarse no conoce de fronteras ni tampoco de la necedad de los frentes.