Por Víctor Corcoba Herrero
A todo lo que nos circunda, los humanos tenemos que darle un sentido profundo, si en verdad queremos restablecer la concordia en el planeta. Mirarse a sí mismo, para verse y poder oírse, puede ser un buen estímulo para comenzar a reconocerse con sentido de responsabilidad. La primera batalla, sin duda, ha de ser la de propiciar un orden social fundamentado en la ecuanimidad. Lo prioritario radica en cultivar el amor hacia toda existencia, con una adecuada distribución de los bienes, que nos ayude a levantar la cabeza y a esperar con ganas el nacimiento de un nuevo despertar. Nos merecemos disfrutar del momento, y para conseguirlo, no hay otro modo que amarse sin más. Todo esfuerzo, en este sentido, vale la pena. Así, los moradores de todos los pueblos, han de poseer un espacio para su propio desarrollo humano. Donde no tengamos necesidad de emigrar para realizarnos, donde trabajar dignamente para quedarse sin desesperarse, donde el niño pueda ser niño, el joven ser joven, y el mayor pueda donar su experiencia. No malgastemos ninguna etapa vivencial, que hay una ley de vida, que afirma que uno debe crecer participando. Compartir es una razón más para vivir, a mi juicio la única en realidad.
Lo que no es de recibo que multitud de menores sean obligados a casarse, con terribles consecuencias físicas y psicológicas, interfiriendo en su proceso normal de recibir una educación. A los adolescentes se les explote y adoctrine como jamás, lejos de consolidar los cimientos del avance inclusivo y sostenible, con el que sueñan, a pesar de tener hambre de horizontes nuevos. O esos abuelos, que han alimentado nuestros primeros pasos, y que hoy se hallan abandonados de nuestra atención. Esto no es amor, esto es no ser nada. Si acaso, una piedra más en el camino. Nos falta avivar su sentido profundo, de cercanía, compasión y ternura. Cuando el querer es auténtico lleva los labios del alma a la dulzura y a la verdad de la bondad. Lo mismo pasa cuando el afecto es verdadero, todo se vuelve más sociable y nadie cierra la puerta a la amistad. Para desgracia de todos, hemos de reconocer, que caminamos con una ceguera que arruina los pulsos de apego, con un malestar de locura terrible y tremenda. Sin embargo, cuando en medio de las adversidades persevera el latir de nuestros interiores, tenga la edad que se tenga, ganamos en serenidad al sentirnos acompañados, y esto sí que es un sentimiento de aprecio por anidar, mientras nos coaligamos en perenne renovación.
Renovarse o morir, como se comenta. En el fondo son las relaciones entre sí lo que da sentido hondo a la vida, lo que requiere implicarnos en los sufrimientos de los demás, comenzando por los que están más próximos a nosotros, como valor esencial de la vida en común. No olvidemos que formamos parte de un linaje, que ha de darse en continuidad a sí mismo, bajo el abecedario de la humildad y de disponibilidad a donarse. Esto también es amor de amar amor, o si quieren vida de entrega que nos fraterniza. Desde luego, esta práctica de conjugación de vínculos en la vida común, exige sacrificios notables y demanda tanta generosidad como el ejercicio natural de un serio compromiso, al asentarse desvivido por el otro. El día que la humanidad en su conjunto, active un solo latido en sus andares, lo que no significa uniformidad en la vestimenta, sino correspondencia penetrante en la visión mutua y en el acatamiento recíproco, habremos conseguido hermanarnos. Esta es nuestra gran asignatura pendiente, al movernos en el terreno de lo mediocre y en la falsedad permanente. Así no podemos superar los obstáculos que impiden que lo armónico nos gobierne. Es público y notorio, que donde hay concordia siempre hay florecimiento.
Indudablemente, nuestra mayor esperanza, reside en descubrirnos como gentes de amor y vida. Laboremos esa identidad y labremos un porvenir en esta orientación. La tarea no es fácil, pero tampoco imposible, es cuestión de hacer justicia, de encender la paz sin violencia y el amor sin violación alguna. Las guerras no pueden perpetuarse por más tiempo. Pongamos entrañas en espantarlas. Antes hagamos un concierto de latidos y ofrezcámoslo como recital de abrazos. Nunca es tarde para enmendarse y comenzar a reprenderse. Desterremos de nuestros movimientos cualquier lenguaje interesado. Esto nos lleva a rechazar el veneno del odio y a permitir que la esencia de lo que soy alcance su dimensión poética. Nada crece sin inspiración. Que lo sepamos. Cuando el amor lo sea todo para todos, en su realidad viva, habremos conseguido que el silencio nos hable y que la soledad no exista para nadie. A esto quisiera invitar con este artículo, a practicar el corazón en suma y a ser poesía en medio de un mundo insensible. Con razón se dice, que la paciencia todo lo alcanza, y es cierto, en la medida que no desfallezcamos ante el fracaso aparente, sabiendo que hasta las cumbres borrascosas se esclarecen.